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Vida Lenta: Francisco

Un papa contra el cambio climático

ARIADNA FUENTES
Ariadna Fuentes

Hemos perdido una voz importante en la lucha contra el cambio climático. Más allá de mis creencias religiosas, hoy quiero dedicar estas palabras a reconocer la labor del Papa Francisco como uno de los líderes más activos y humanos en la defensa del medio ambiente. Su rol ha sido especialmente significativo considerando que encabeza una institución cuyas bases históricas han promovido una visión del mundo natural centrada en el ser humano.

Durante siglos, la Iglesia Católica, apoyada en interpretaciones bíblicas como la del Génesis 1:28, ha sostenido la idea de que la naturaleza está al servicio del hombre. “Sean fecundos y multiplíquense, llenen la tierra y sométanla; dominen a los peces del mar, a las aves del cielo y a todos los seres vivientes que se mueven sobre la tierra”. Esta visión ha sido utilizada durante siglos para justificar una relación de dominio y explotación de la Tierra.

Pero Francisco desafió esa narrativa. En su encíclica Laudato Si’, publicada en 2015, replantea esa lectura y la señala como una interpretación errónea que ha llevado a una lógica destructiva. Para él, ese mandato bíblico no debe entenderse como una licencia para explotar, sino como una invitación a cuidar y responsabilizarse del planeta. Propone, con firmeza y ternura, que el ser humano es parte de la Tierra, no su dueño. Aunque no fue el primer papa en hablar del medio ambiente de hecho, desde 1971 el Vaticano ha tocado el tema y Benedicto XVI fue conocido como “el papa verde” por su impulso a políticas

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ecológicas y paneles solares, Francisco dio un paso más allá. Fue una figura pública constante, valiente y clara al hablar de ecología integral.

Laudato Si’ introdujo justamente ese concepto: ecología integral. Una mirada que une el cuidado del medio ambiente con la justicia social, reconociendo que la crisis climática no es sólo ambiental, sino también ética. Que no todos contribuimos igual al problema, pero sí que algunos lo sufren más. Que no hay separación entre el planeta y las personas, especialmente las más vulnerables. Ese mismo año llevó su mensaje hasta la Asamblea General de la ONU donde habló de cómo el cambio climático afecta desproporcionadamente a los más pobres, a quienes menos contaminan pero más sufren. Un mensaje poderoso, no sólo para los creyentes, sino para los líderes del mundo. Señaló la urgencia de frenar lo que llamó “las explotaciones codiciosas”. Denunció el impacto desmedido de las industrias, cuestionó modelos económicos basados en el crecimiento sin límites y elevó la voz por quienes no tienen voz: los animales, los ecosistemas, los pueblos indígenas, las futuras generaciones.

Esta mirada es profundamente transformadora porque rompe con la idea de jerarquía que ha predominado durante siglos: que unos seres humanos están por encima de otros, y que todos están por encima de la naturaleza. Francisco propuso una espiritualidad que ve la vida como una red interconectada, donde todo tiene valor por existir, no por servir. Aunque su figura ha perdido popularidad en ciertos sectores más conservadores, su legado ecológico trasciende lo religioso. Es una invitación universal a volver a mirar la Tierra con humildad, a habitarla con respeto, a compartirla en vez de dominarla.

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Con su partida, perdemos a un vocero importante de la ecología en su forma más humana. A alguien que habló de la Tierra como un hogar común y no como una mina que explotar. Que reconoció a los humanos como parte de la naturaleza, no como su centro. Y que supo unir fe, ciencia y conciencia en una misma causa: la de vivir más lento, más simple y más en armonía.

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