La Columna de L’amargeitor | Morirse de frío es opcional
También es indispensable aprender a detectar cuándo la incomodidad en cuestión es algo que se puede resolver

No hay nada que me choque más que tener mucho frío (o mucho calor), odio las temperaturas extremas, pero más que nada, lo que me choca, es estar incómoda
¿Y es que a quién le gusta eso de la incomodidad si estamos todos tan a gusto siempre en nuestras zonas de confort deliciosas? Y, si bien es cierto que es imperativo aprender a estar cómodos en la incomodidad -como dice mi mana Vanessa Copel-, también es indispensable aprender a detectar cuándo la incomodidad en cuestión es algo que se puede resolver.
Hace unos meses, durante una vacación de mucho caminar y mucho frío, me caché a mí misma mentando madres del frío que tenía y todas esas cosas que pasan en nuestra cabeza cuando estamos nefasteados “¿qué hago aquí? Ya quiero llegar, qué pinche necesidad de pasarla mal, me urge descansar, nadie me hable, ya no puedo más, me duelen los pies, me pesa el abrigo, tengo frío, tengo frío, pinshi frío, qué horror este frío” y todas las quejas derivadas de horas de caminar y horas de tener mucho frío.
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Mi cabeza, que aparte de boicotearme, también me sabe terapear, trataba de contrarrestar el efecto de la nefasteada con cosas como: “pero mira donde estás, pero qué increíble ese edificio, pero ahorita que llegues vas a comer delicioso, pero disfruta el momento, pero qué increíble oportunidad, pero mira con quién estás, pero ¡claro que puedes!, ay no es para tanto, ¡aguántate un rato!, pero piensa en otra cosa, así es esto de viajar, no seas quejosa” …blah blah blah.
When depront, -diría mi amiga Ana Francisca-, recordé que, en mi bolsa, en los viajes de frío, siempre llevo una de esas chamarritas de pluma maravillosas que caben en una bolsita…por si las moscas.
Mi parte racional, me dijo: “póntela”. Mi parte saboteadora refutó: “al ratito, todavía aguanto, qué flojera, al rato que lleguemos, ya para qué, ya estamos cerca, qué hueva quitarme el abrigo y los guantes y la bufanda y luego volverme a poner todo, no, no, no, ya mejor me aguanto, no quiero que me estén esperando, ahorita que lleguemos a donde vamos”… blah, blah, blah.
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La conversación interna duró varias cuadras, chance horas, y aunque no me estaba muriendo de frío, estaba incómoda. Hasta que, llegado un punto, al dar la vuelta a una cuadra en donde me azotó una buena ráfaga de aire congelado, dije, ¡basta! Y ahí, a media calle, me descolgué la bolsa, me quité los guantes, me desenredé la bufanda, me quité el abrigo, saqué mi chamarrita, me la puse, la cerré, me volví a poner el abrigo, a enrollar la bufanda, me colgué mi bolsa de regreso y seguí caminando. En cuestión de segundos, mi cuerpo empezó a sentirse calientito… ¿Saben, esa sensación deliciosa que sentimos cuando el cuerpo se empieza a descongelar?... ¡Esa! ojjjjjj -diría mi amiga Adina-.
De pronto, mi nefasteadés empezó a diluirse y me di cuenta de que, ni tenía tanta hambre, ni me dolían tanto los pies, ni me caía tan gordo mi acompañante, ni me urgía llegar a ninguna parte, ni nada de todas esas cosas, lo que tenía, era frío. Empecé a sentirme feliz y a poder apreciar el momento nuevamente, o sea, resucité.
Y entonces me di cuenta de la inmensidad de la estupidez en la que me había quedado atrapada, la de aceptar estar sobreviviendo, incómoda, pasándola de la rechiflada, argumentándome que no pasaba nada cuando, claramente, estaba pasando.
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La anécdota me deja pensando cuántas veces (y para cuántas cosas) confundimos la parte de aprender a salir de nuestra zona de confort y no estacionarnos en lugares que nos estancan, o la capacidad que debemos tener para integrar la incomodidad como parte del proceso de crecimiento para cualquier proceso, con eso, de sentirnos mal, realmente mal y no hacer nada al respecto, aunque tengamos la solución en nuestras manos (o en nuestra bolsa).
La línea es muy delgada. Qué importante tenerla bien clara y aprender la diferencia entre cada una de esas cosas; porque, una cosa es tener frío unas cuantas horas y estropearte la paseada (que, la verdad, qué tarugada) otra, muy distinta es elegir estar en lugares, situaciones y relaciones que nos hacen ser miserables.
Y es que la miseria, es relativa, porque puedes fletarte un poco de frío de vez en cuando, y también puedes elegir no estar en lugares en donde tengas frío y evitarlo completamente por el resto de tu vida, y sí, también puedes aprender a vestirte para el frío y que te haga los mandados o meterte a un lugar calientito a ratos para seguir avanzando.
Hay mil cosas que podemos hacer y todas están bien si eso es lo que nos funciona. Lo que no podemos hacer, es asumir que pasarla mal (o sentirnos incómodos) permanentemente, es parte del programa.
¿A qué viene todo este cuento hoy? A que a partir de ese aha moment friolento, no dejo de pensar cuánta gente va por su vida aguantándose estar congelados, pasándola mal, siendo infelices, pensando que así es, que ya ni modo, que no hay nada que hacer, cuando traen en su bolsa una chamarra… la chamarra siendo, obvio, la capacidad de decidir qué hacer con eso que les está pasando, en lugar de quedarse a merced de las circunstancias, o las personas, que las tienen pasando frío.
No está bien, acostumbrarnos a no estar bien. De lo más pequeño a lo trascendental, es importante ponernos atención, escuchar nuestro diálogo interno, atender nuestros dolores, dejar de pensar que la vida necesita que nos sacrifiquemos en aras de la gente o la situación. No es verdad. Nadie necesita que te inmoles en vida para salvar a nada, ni a nadie. Nadie te lo va a agradecer. Y nada vas a resolver. Solo vas a desperdiciar ese momento, o incluso, tu vida.
Pero, lo que más me sorprende de toda esta analogía es que, yo también, fui esa persona que pensé que me tocaba a mí salvar a los demás, que era normal vivir a medias, sentirme perpetuamente incómoda y vivir en estado de alerta permanente. La vida me orilló a tomar decisiones, me azotó el aire helado en la cara y me congeló las entrañas, pero, hoy que ha pasado el mal clima, me doy cuenta con horror que yo iba a elegir quedarme ahí, en el invierno eterno, en aras de algo que ya no existía y a quedarme congelada forever, pensando que eso era lo que me tocaba.
Mi proceso fue horroroso y no le recomiendo a nadie pasar por esas tormentas. Pero hoy, que estoy por fin con clima templado y sol radiante, me horroriza pensar que me hubiera perdido de esto, que se llama vivir mi vida.
Y es que, amigos, nos urge darnos cuenta de que, vivir trae en el programa muchos momentos incómodos y días con pésimo pronóstico ¡por supuesto! Pero si estás incómodo la mayoría del tiempo, si siempre tienes frío y si tu dialogo interno no para, si no te sientes en paz, si no estás disfrutando del camino, y si solo estás sobreviviendo a esa chamba, relación, o circunstancia, entonces, chance, es momento de ponerte esa chamarra porque ¿sabes qué?… Sale muy caro estarse muriendo de frío.
Es verdad que ponérsela puede dar mucha flojera y que el trámite puede ocasionarnos, momentáneamente, mucho más frío, pero una vez que lo hagas y que empieces a sentir calientito, te garantizo, que antes de lo que te puedas dar cuenta, vas a volver a disfrutar el camino y a saber que, nunca más, te vas a dar permiso de volverte a morir de frío.
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